Hasta los que odio, en algún punto
amo. Porque en realidad no odio. Tampoco quiero a todo el mundo, de hecho, amo
a poca gente. Aunque yo creo que es poca gente, si los contara, seguro serían
más de lo que pienso. Siempre digo que todo el mundo tiene algo en el corazón.
Pienso y creo fervientemente, que quienes se hacen los malos que no quieren a
nadie mienten. Mienten por dureza, por mostrarse implacables. Porque querer es
de débiles. Es uno de esos preceptos, como de machos duros, que no
pueden demostrar debilidades. No les creo nada.
Estoy segura y convencida que es
solo una máscara, que detrás de eso, el mundo es un chocolate. Siempre
chocolate, porque el dulce de leche me empalaga. Y hay una gran diferencia
entre ser un chocolate y ser un dulce de leche.
Mienten por miedo a ser
vulnerables, a que los lastimen, a que los sorprendan desnudos. Mientan
tranquilos, en algún lugar del mundo hay alguien que sabe que lo hacen. Bien o
mal, siempre alguien lo descubre.
Yo también miento, también me
hago la dura, la implacable, la que todo lo puede, aunque no hace falta mucho
para darse cuenta que estoy mintiendo alevosamente. También miento, me miento
cuando pienso que no puedo. Cuando me aprieta la vida, y empiezo a caminar a
los tumbos. Miento, para que no se note tanto.
No miento cuando escribo, básicamente
porque no sé cómo se hace, no sé escribir ficciones. Pero aunque escriba, y
describa una situación que no es real, ¿Quién dice que no es real? Si salió de
mi cabeza, ¿no es real ahí?
Escribir es mi mejor manera de
sublimar. Cuando logro bajar lo que me dicta el cerebro a palabras con un poco
de sentido, es cuando encuentro paz, cuando los fantasmas dejan de perseguirme.
No estoy loca, todos tenemos fantasmas que nos persiguen, lo admitamos o no.
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